Saltamos la reja. Me tropecé un
poco al caer, pero traté de recomponerme rápido: vivía pensando en esa época
que, por ser nena, mi hermano y mi primo me iban a basurear siempre, por
cualquier cosa. Ahora, desde mis veinte años, creo que ni se fijaban tanto en
mí como para burlarse. Yo era simplemente la hermana/la prima que los
perseguía. No aportaba nada, pero tampoco molestaba tanto, así que me dejaban.
Ahí estábamos, mirando cómo del
otro lado de la reja las cosas no eran, justamente, más verdes: el pasto
crecido me llegaba a las rodillas, había demasiados mosquitos y olor a podrido.
Estas dos últimas cosas tenían el mismo origen: una rueda de auto llena de agua
estancada que estaba tirada en el medio del baldío. Mi primo, Iván, agarró una
piedra del piso. La piedra tenía mica y era un símbolo de poder: en seguida me
puse a buscar otra, con la infantil lógica que no considera a las casualidades
como variables. Mientras, Gabi e Iván buscaban bichos. Yo me alejé hasta que
ví, a unos metros del lugar donde yo estaba, un claro entre los pastos. Bah,
"un claro": se notaba un agujero, como si no hubiese crecido nada en
ese lugar. Imaginando una madriguera de conejos, un cofre con oro o un cráneo
de dinosaurio, corrí hacia allí.
Al principio no entendí lo que veía:
una mancha negra, con cosas brillantes que se movían encima. Olía muy mal.
Ahí me dí cuenta de que era un gato muerto, muy
descompuesto ya, y lleno de gusanos gigantes que bailaban sobre él. El asco, la
impresión y el miedo me dejaron clavada allí un rato largo, sin poder dejar de
mirar a los gusanos engullir los restos del gato.
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